El planeta se calienta, está en juego la habitabilidad de la Tierra para los seres humanos y el resto de especies con las que convivimos, pero preferimos mirar hacia otro lado. Parte de este fracaso hay que buscarlo en nuestro antropocentrismo y en un modelo económico y social que, interesadamente, ha interpretado y trasladado al ámbito social la Teoría de la Evolución de Darwin, como si solo fuera posible la competencia despiadada, la supervivencia del más fuerte en términos económicos. Pero, en realidad, la vida en la Tierra no es así, como demostró en su día la bióloga norteamericana Lynn Margulis. La vida en Gaia se organiza de otra manera, está más basada en la cooperación, en la simbiosis y la interdependencia que en el aniquilamiento. Esta es una de las ideas que sostienen el último ensayo del poeta y filósofo Jorge Riechmann, Simbioética. Homo sapiens en el entramado de la vida (Plaza y Valdés). El pensador madrileño nos propone en esta obra una nueva ética gaiana que nos ayude a sobrevivir en el Siglo de la Gran Prueba.
Después de la última Cumbre del Clima (COP27 en Sharm El Seij, Egipto) el objetivo de que las emisiones no superen los 1’5 grados parece cada vez más lejano. ¿Aún tenemos margen de maniobra para evitar lo peor de lo peor?
No es un objetivo lejano, sino más bien imposible (pero nuestras sociedades se engañan a sí mismas de forma muy intensa). James Hansen, a quien un poco en broma -aunque sin exagerar- podemos llamar el Climatólogo en Jefe del planeta Tierra, estima probable que ya en 2024 superemos el límite crítico de 1’5ºC con respecto a las temperaturas preindustriales, a poco que el efecto de El Niño (fenómeno de oscilación en el Pacífico meridional) sea intenso. Mientras, nuestras sociedades siguen emitiendo cantidades crecientes de gases de efecto invernadero, destruyendo ecosistemas, aniquilando seres vivos y artificializando territorios, mientras se prometen nobles objetivos para 2050. Estas dos cosas son ciertas: seguimos un curso catastrófico, de colapso ecosocial; y por otra parte, siempre tenemos cierto margen de maniobra (a menudo mayor del que nos atrevemos a percibir). No hay que dejar de luchar.
Ya no hay tiempo para soluciones graduales, insistes. Ese momento ya pasó. Y, sin embargo, ni siquiera adoptamos esas soluciones graduales. Nos enfrentamos a un colapso, pero hay quien, incluso dentro del movimiento ecologista, prefiere edulcorar el mensaje para no alarmar a la gente. Tú apuestas por hablar claro, aunque eso suponga que te llamen catastrofista.
A estas alturas, que me llamen catastrofista (desde posiciones denegadoras de la realidad) entra en el sueldo, diría yo. Los movimientos ecologistas han sido acusados de pesimismo y catastrofismo, de manera casi rutinaria, a lo largo de seis decenios, desde posiciones tanto de izquierda como de derecha política. Matar al mensajero portador de malas noticias (o por lo menos lapidarlo un poco) es una reacción frecuente entre los animales humanos. Cierto anticolapsismo da a entender que Antonio Turiel, Luis González Reyes, Marta Tafalla, Marga Mediavilla o Carlos de Castro deberían ganarse la vida como guionistas de Netflix, en vez de ser lo que son: investigadores e investigadoras que tratan de comprender el mundo real con las mejores herramientas teóricas a su alcance.
Ya he contado alguna vez aquel encuentro en un pasillo de la Universidad de Barcelona, hacia 1991. Dos de mis estudiantes charlaban animados entre sí, sin darse cuenta de que yo estaba al lado, y al final se despidieron: “Bueno, vamos a la clase de catastrofismo del profesor Riechmann”. Catastrofismo era entonces -entonces, cuando aún era posible, quizás, evitar la catástrofe- explicarles The Limits to Growth, el primero de los informes al Club de Roma (1972), y darles algunas herramientas para entender el mundo en que vivían (incluyendo historia del feminismo, en aquel curso sobre crisis de civilización).
Como ya has sugerido en otros libros, por ejemplo en Biomímesis, también en Simbioética señalas que casi todas las respuestas para guiarnos en la encrucijada en la que vivimos podemos encontrarla en la propia naturaleza.
Simbioética puede resumirse en pocas palabras: somos holobiontes en un planeta simbiótico, y deberíamos sacar las consecuencias ético-políticas adecuadas de esta situación. La crisis ecológico-social contemporánea es tan profunda que nos invita a reconsiderar los fundamentos mismos de las ideologías y el sentido común dominante. ¿No resultará a la postre contraproducente la búsqueda de dominación sobre la naturaleza? ¿Tiene sentido considerarnos como individuos separados de sus semejantes y de los ecosistemas? ¿El antropocentrismo no nos está descarriando mucho? ¿Cabe decir, a estas alturas de la historia humana, que sabemos habitar la Tierra? Quizá podamos avanzar hacia lo que se podría llamar una simbioética para seres terrestres, para Homo sapiens que de verdad decidan asumir la condición humana en la biosfera del tercer planeta del Sistema Solar.
Una de las figuras intelectuales que reivindicas es la de la bióloga Lynn Margulis, quien reinterpretó la teoría de la evolución. Más que la competencia, en la vida en la Tierra predomina la cooperación y la interdependencia. Asumir esto nos ayudaría a encontrar un camino ético para superar la crisis ecosocial en la que nos encontramos, ¿no?
Margulis es uno de los faros de la humanidad, uno de los más luminosos, como nos fue señalando ya hace mucho tiempo nuestro añorado Paco Puche. Ella mostró que, aunque en la biosfera hay elementos de competencia y depredación, la vida evoluciona y se hace compleja, sobre todo, gracias a fenómenos de simbiosis (que en términos humanos podemos calificar de cooperación, ciertamente). En esta revisión de la teoría evolutiva hay algo de revancha póstuma de Kropotkin sobre Darwin (aunque el pobre Darwin no fue responsable de las barbaridades que los 'darwinistas sociales' le echaron sobre la espalda): la ayuda mutua resulta, a la postre, más importante que la selección natural. Y esto proporciona fundamentos para una concepción del mundo mucho mejor que la que hoy prevalece (la ideología neoliberal, a la postre, es en cierta forma también una derivada del darwinismo social).
La única solución pasa superar el capitalismo, por una ética descentrada de lo humano y por el decrecimiento. Y tocas un tema muy espinoso, el de la demografía humana. Con todas las prevenciones que el tema merece, ¿crees que es inevitable un decrecimiento de la población mundial? Hace unos días la ONU dijo que ya hemos superado los 8.000 millones de personas.
Ocho mil millones somos demasiada gente, sobre todo teniendo en cuenta dos grandes asuntos. Primero, en términos de consumo de energía y otros recursos, los habitantes del Norte global contamos, cada uno y cada una, por varias decenas de habitantes de los países empobrecidos. Segundo, hoy estamos construyendo cuerpos humanos a base de combustibles fósiles y mineral de fosfato (a través de una insostenible agricultura industrial dependiente de fertilizantes de síntesis), cuyos picos estamos cerca de alcanzar, si es que no los hemos superado ya. Basta razonar de forma realista sobre la alimentación humana para darse cuenta de que sí, la población mundial descenderá. Todos nuestros esfuerzos han de orientarse a evitar que esa reducción adopte la forma de genocidio. La mejor forma de encararla es mejorar la posición de las mujeres y las niñas en todas las sociedades. Pero todo esto requiere mucho matiz, y por eso he dedicado a la cuestión un extenso capítulo de Simbioética, el octavo.
Creo que eres un pensador al que le gusta tender puentes entre distintas corrientes. En el subtítulo de Simbioética, por ejemplo, ya nos dices que tu perspectiva es a la vez ecologista y animalista. Pero estos dos movimientos no se entienden muchas veces. Dentro del ecologismo, por ejemplo, no se acaba de asumir del todo que para frenar el cambio climático hay que dejar de comer animales, al menos en el mundo rico, y ya no digamos contemplar a los animales como individuos.
Los movimientos de defensa de los animales han rendido un gran servicio ético a la humanidad, al identificar, analizar y luchar contra el especismo. Los movimientos ecologistas deberían reconocerlo e incorporar el antiespecismo a sus propias posiciones. Y por otra parte, como bien has señalado tú mismo, la ganadería industrial y las dietas cárnicas pesan de modo insoportable sobre la Tierra, y son incompatibles con una descarbonización real de nuestras economías.
El movimiento ecologista está en contra de las macrogranjas, pero apuesta por la ganadería extensiva. Se piensa que es una de las soluciones a eso que se llama 'la España vaciada'. También una solución a los incendios. Además, en un mundo sin recursos energéticos, seguir utilizando animales para el trabajo agrícola sería necesario. ¿Cuál es tu posición al respecto?
El equívoco principal es suponer que, con ganadería extensiva, se podría mantener un consumo de carne superior a una pequeña fracción de lo que ahora nos parece normal en países como el nuestro. Es una completa ilusión. Por otra parte, los movimientos ecologistas y la agroecología tienden a exagerar los efectos ecológicos beneficiosos de la ganadería extensiva. Dicho lo anterior, es cierto que cuesta imaginar una agricultura “recampesinizada” sin animales de labor. Todo va a depender de si seremos capaces de conservar cierto grado (deseable) de mecanización en las labores del campo, y de qué tipo de agrosistemas permitirá mantener la degradación de la biosfera en curso.
¿Crees que el rewilding podría ser una alternativa?
Necesitamos recuperar ecosistemas funcionales y poblaciones de seres vivos: renaturalizar, en una palabra (me gusta más “renaturalizar” que el término en inglés). Sé que hay ecólogos y biólogas que ven con desconfianza el rewilding y prefieren hablar, en términos más convencionales, de restauración ecológica (pensando en un paisaje más humanizado y dependiente de nuestra intervención constante que quienes defienden la renaturalización). Les parece bien, diríamos, la dehesa tradicional recuperando algunos linces. Creo que hay que ir más allá: reintroducir castores o bisontes europeos en lo que fueron sus antiguos territorios, con la vista puesta en una naturaleza que se autogestione (en vez de pensar en gestionarla nosotros), es una buena idea. Una idea necesaria. La dificultad del rewilding es que requiere que los seres humanos demos algunos pasos atrás y nos situemos de mejor manera en la biosfera de la Tierra, en Gaia. Para “volver a ser terrestres” (Bruno Latour) nos ayudaría una regla de 5R que proponen los colapsólogos Pablo Servigne y Gauthier Chapelle: resiliencia, renuncia, regeneración, reconciliación y reverencia (estaría bien traducir al castellano su reciente librito El colapso (y lo que sigue) explicado a nuestros hijos... y a nuestros padres).
Desde el lado del animalismo, criticas algunas posiciones, como la intervención positiva en la naturaleza. ¿Dónde se encontraría el límite de esa intervención?
Creo que animalismo y ecologismo tienen un amplio terreno común para encontrarse: desbordar el antropocentrismo tan fuerte en la cultura dominante, ir más allá de una comunidad moral compuesta sólo de Homo sapiens, reconocer -como suele decir Marta Tafalla- que la naturaleza está llena de sujetos a los que tratamos como objetos (y esto es inaceptable). Un gran peligro para algunos sectores del animalismo es la tentación de la tecnolatría: la hybris de creer que una tecnología redentora podrá eliminar el sufrimiento del mundo. Por esta vía, los defensores de la intervención positiva en la naturaleza acaban cerca del 'altruismo efectivo' y el transhumanismo, lo cual me parece mal camino. Es una cuestión compleja que abordo en el capítulo 9 de Simbioética (“Una utopía ética desmadrada”).
Fuente original: https://www.eldiario.es/caballodenietzsche/necesitamos-recuperar-ecosistemas-funcionales-poblaciones-seres-vivos-renaturalizar_132_9799893.html