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Vacaciones en un metro cuadrado

Vacaciones en un metro cuadrado

El turismo está matando al turismo. Cada vez los turistas están más hartos de tantos turistas en todas partes, de tanta masificación, de tantas colas, de tantos menús de turista, de tantos precios abusivos, de tantos timos. Pero más preocupante aún, cada vez los naturales de esos lugares tan especiales están más hartos de los turistas, de sus maletas con ruedas, de sus juergas y botellones, de sus fiestas de madrugada, de su suciedad, de que los espacios se hayan adaptado a ellos y no a los que viven en ellos, los alquileres se hayan disparado, las calles estén saturadas, las urgencias colapsadas y los dineros públicos se vayan a renovar cada año las mismas avenidas y los mismos paseos marítimos en lugar de emplearse en hospitales, colegios y centros cívicos. Del «Bienvenido, míster Marshall» hemos pasado a «Turistas go home», a la turismofobia. Barcelona, Madrid, San Sebastián, Santiago de Compostela, Sevilla, Toledo, Madrid, Mallorca, Ibiza sufren con dureza el mismo problema de turismo masivo y salchichero de Venecia, Lisboa o París. Un horror.

Las grandes cifras aireadas por políticos y medios de comunicación respecto a los incrementos turísticos, lejos de alegrarnos, nos preocupan, porque sabemos que ese turismo masificado no garantiza una sociedad del bienestar, sino exactamente lo contrario, consolida la transformación de España en un gran bazar gastroetílico. En 2016 nos visitaron más de 75 millones de turistas, un 10 % por encima de los registrados el año anterior, aunque el gasto que hacen no aumenta. Vaya éxito. Nos hemos convertido en un país de hoteles, bares y parques temáticos especializados en precariedad laboral.

Por desgracia no es un problema exclusivo de ciudades y playas famosas. La masificación turística también está degradando los espacios naturales al tiempo que disminuyen sus recursos humanos y materiales. El número de visitantes (y de sus basuras) se ha duplicado mientras que las inversiones se han reducido a una tercera parte. Sales al campo y compruebas el desastre. Hay senderos que de tanto pasar miles de personas al día se han transformado en profundos canales, árboles centenarios que de tantos abrazos bienintencionados se han secado, bosques en donde el canto del ruiseñor ha sido sustituido por nuestros gritos, praderas donde en lugar de flores hay decenas de toallitas limpia culos.

Muchos acuden a los espacios naturales con el mismo interés que van a los museos, «porque hay que verlo, no te puedes ir sin conocerlo». Puro decorado masificado. Y al igual que a muchos solo les importa el selfie hecho de espaldas a la pintura o la escultura famosa, frente a paisajes únicos otros hacen lo mismo: darle la espalda y hacerse muchas fotos. En Loiba (Ortigueira, A Coruña), para sentarse en el famoso «banco más bonito del mundo» hay que hacer ahora cola y levantarse pronto para dejar sitio al siguiente. Hace ya tiempo que la hierba no crece a su alrededor. ¿Qué podemos hacer? Yo propongo llevar la contraria a la mayoría. Evitar los lugares muy recomendados. Sustituirlos por selecciones nuestras, personales e intransferibles, pero ante todo tranquilas. Como recomendaba el poeta americano Robert Frost, cuando al caminar encontremos un cruce de caminos, elijamos siempre el sendero menos transitado. Ahí empezará de verdad el gran viaje. También me encanta el modelo del biólogo y poeta David George Haskell. Lo explica muy bien en su libro En un metro de bosque (Turner, 2014). ¿Quieres de verdad viajar a un lugar increíble? Pues no te muevas. Elige una piedra cómoda del bosque, del acantilado, del río, de la montaña y admira pausadamente su grandiosidad. Escucha el viento, las aves. Sigue la carrera de una nube por el cielo, el vuelo de una mariposa, la caída de una hoja. Contempla. Porque en un metro cuadrado de bosque está el mundo entero. Maravilloso y de momento sin turistas.

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